porque cada tanto, hay un antes y después...

Y así fue como Wilbur, quedó por el resto de sus días sentado junto a su único medio de comunicación con el resto del mundo: el teléfono. Claro que el resto del mundo, se limitaba a un puñado de deliverys. Allí lo pasó entonces, rodeado de espectativas. Pensando que ese día llegaría. La obsesión pudo más que la razón. Esa búsqueda pasiva, esperando que pase ese tren, ese bondi. Que llegue esa carta. Y así la pasó también el resto de la humanidad a partir de ese día. Y así es como la pasaremos todos. Inconformes. Permanentemente insatisfechos ante la abundancia del goce. Más aún, cuanto más presente. Incluso estuvo tentado de llamar al mismísimo diablo, para que se vuelen las urracas y los pájaros carpinteros y alguna que otra cotorra. Pero ni siquiera le alcanzó el valor para destruirse entero. Prefirió poner en marcha esa maquinaria pesimista que toda su vida lo había acompañado.
Si tan sólo hubiera podido olvidar, tal vez cicatrizado hubiuera emprendido batalla a riesgo de vivir crueldad. Pues esta se presentaría de todos modos. Así se dió cuenta que no sólo se puede extrañar toda la magia que implica que la cama no cruja al sentarse encima, sino que también se puede extrañar todo aquel dolor que se siente cuando la cama está aceitada. Es que el combo incluye.
De ser así, el mejor de los caminos debería ser la perseverante actitud lúcida necesaria para que cuando la vida te pase por delante, sea lo suficientemente intuitivo para ganar la apuesta. Es que si no, no.
Wilbur dejó de atormentarse con esos pensamientos. Pensó en todo aquel cuya llama interior aún se dispone a encender deseos o fantasías reprimidas. Se levantó, desayunó, se duchó, se afeitó, se puso la ropa que mejor le sentaba, y salió a la calle.